
La chispa adecuada es esa que nos hace conectar con otras personas en nuestra vida. La chispa adecuada también es la que tienen que tener las marcas para conectar con sus clientes, los de siempre y los nuevos que pueda atraer. Desde hace unos años, muchos usuarios de Apple creen que esta marca ha perdido la chispa. Aún así, siguen comprando los nuevos productos que lanzan al mercado, a pesar de todo. ¿Por qué? Es lo que vamos a intentar desvelar con datos reales de una encuesta realizada entre usuarios de iPhone en Estados Unidos, un mercado algo diferente al del resto del mundo, pero que podemos extrapolar según sea el usuario en otros países.
Contenidos:
LA CHISPA ADECUADA | 07×02
La chispa de Apple
Cuando hablamos de Apple, solemos pensar en sus productos: el iPhone, el Mac, el iPad o incluso los AirPods. Sin embargo, reducir la esencia de la compañía a una lista de dispositivos sería quedarse en la superficie. Lo que realmente ha marcado la diferencia, lo que podemos llamar la chispa de Apple, es un intangible que trasciende la mera tecnología. Esa chispa se compone de una mezcla de innovación, diseño, narrativa y una visión casi filosófica sobre la relación entre el ser humano y la máquina.
Desde sus orígenes en un garaje californiano, Apple no se limitó a fabricar ordenadores: buscó crear herramientas que empoderaran al individuo. Steve Jobs entendió algo que otros competidores ignoraban: la tecnología no conquista al usuario por su potencia bruta, sino por la experiencia emocional que despierta. La chispa surge ahí, en el punto exacto donde el objeto se convierte en símbolo y donde el usuario no solo compra un aparato, sino una manera de entender el mundo.
El primer Macintosh en 1984 fue un ejemplo claro de esa visión. No era el ordenador más potente ni el más barato, pero ofrecía algo que nadie más daba: una interfaz gráfica intuitiva, un ratón, tipografías que hacían del diseño una experiencia estética. No solo se trataba de trabajar: se trataba de sentir que la máquina hablaba tu mismo idioma. Esa fue la chispa inicial, un fuego que con el tiempo se expandiría a otras áreas.
Más tarde, el iPod y su famoso “mil canciones en tu bolsillo” no solo revolucionaron la música digital: reconfiguraron el modo en que nos relacionamos con ella. El iPhone, en 2007, condensó en un solo dispositivo lo que parecía imposible: comunicación, internet y entretenimiento en la palma de la mano. Cada uno de estos hitos tuvo en común el mismo detonante: Apple supo encender la chispa que combina lo técnico con lo emocional.
Esa chispa también tiene un componente narrativo. El famoso eslogan “Think Different” no era una campaña publicitaria convencional: era una declaración de principios. Invitaba a la gente a identificarse con un movimiento cultural, con la idea de desafiar el statu quo. De pronto, tener un producto Apple no era solo poseer un dispositivo, era pertenecer a una comunidad de inconformistas, de soñadores, de quienes se atrevían a pensar distinto.
Hoy, casi medio siglo después de su fundación, muchos se preguntan si la chispa de Apple sigue intacta. Sus lanzamientos ya no sorprenden con la misma fuerza disruptiva, y algunos críticos sostienen que la empresa se ha vuelto más conservadora, más preocupada por los beneficios que por la revolución. Y, sin embargo, sigue existiendo algo que distingue a Apple: su capacidad para envolver cada producto en un aura de expectativa, su obsesión por el detalle, su empeño en mantener una narrativa coherente.
Quizá la chispa de Apple no consista tanto en inventar lo que nadie imaginó, sino en refinar lo que parecía común hasta hacerlo imprescindible. Esa chispa es el arte de convertir la tecnología en cultura, y mientras lo consiga, Apple seguirá siendo mucho más que una empresa: será una llama que, de tanto en tanto, enciende nuestra manera de vivir.
Temas extraídos del programa de esta semana:
El fin del mundo en el cine y la literatura
El cine, las series y la literatura suelen tratar cómo sería el fin del mundo. Una de las obras con más éxito, Terminator, daba una fecha para el inicio de Skynet que ya ha llegado, pero la predicción no se ha cumplido. Como digo, a través del cine, las series y la literatura se nos ha relatado diferentes fines del mundo. Unos apocalípticos, otros más silenciosos. Aquí os traigo algunos de ellos para que elijas cuál te gustaría que fuese ese escenario, si es que llega.
El fin del mundo: entre la fantasía y la anestesia cultural
Hablar del fin del mundo en la cultura popular es como hablar de la muerte en un chiste de sobremesa: todos lo temen, pero todos quieren verlo de cerca, aunque sea en pantalla. El cine, las series y la literatura nos han servido durante décadas el apocalipsis en bandeja, pero no como un aviso serio, sino como espectáculo. Y lo curioso es que, entre tanto cataclismo ficticio, el verdadero fin del mundo —el que se cocina lentamente en forma de colapso climático, crisis política o autodestrucción tecnológica— nos pasa de largo.
La literatura fue la primera en usar el fin de todo como espejo de nuestras miserias. Mary Shelley ya nos decía en El último hombre que ni la ciencia ni el poder político salvarían a la humanidad de una plaga. Pero claro, ¿quién lee hoy a Shelley cuando puede ver a Bruce Willis en Armageddon perforando un asteroide con taladro? La profundidad reflexiva se cambió por la pirotecnia emocional. Wells nos advirtió de guerras y amenazas extraterrestres; Shute, de la resignación nuclear. Todos ellos planteaban preguntas incómodas: ¿qué hacemos cuando la civilización se agota? ¿De qué estamos hechos en la soledad absoluta? Pero el mercado cultural nos ha educado para preferir la acción y la esperanza fácil.
El cine de catástrofes, en especial el de Hollywood, convirtió el fin del mundo en un parque temático. En 2012, la tierra se abre bajo los pies de familias perfectas que siempre logran escapar en el último segundo. En Independence Day, la bandera estadounidense ondea sobre la ceniza mundial. Todo apocalipsis en el cine comercial tiene su moraleja barata: no te preocupes, alguien salvará a la humanidad, probablemente con una sonrisa blanca y una bandera detrás. Mientras tanto, Children of Men nos muestra algo mucho más perturbador: un mundo donde no nacen niños y la esperanza se muere en silencio. Esa es la verdadera pesadilla, y por eso la película incomodó tanto como fascinó.
Las series, por su parte, han estirado la idea hasta el agotamiento. The Walking Dead empezó como un experimento sobre la condición humana y acabó siendo un interminable desfile de zombis y traiciones recicladas. Más interesante es The Last of Us, que nos recuerda que quizá lo que nos mata no es el hongo que arrasa el planeta, sino nuestra incapacidad de confiar en el otro. Y si hablamos de finales sutiles, Black Mirror nos golpea con una verdad incómoda: no necesitamos meteoritos ni muertos vivientes, basta con nuestra adicción a las pantallas y la obediencia tecnológica para cavar nuestra propia tumba.
El gran truco del apocalipsis narrado es que nos permite mirar el abismo sin tener que reaccionar. Vamos al cine, vemos caer ciudades y resucitar zombis, y salimos pensando: “Menos mal que es ficción”. Pero mientras tanto, el verdadero fin del mundo —menos espectacular, más gris y mucho más real— se acerca paso a paso. No con explosiones, sino con incendios forestales, océanos muertos y democracias que se tambalean.
Quizá, al final, el mayor éxito de estas historias no sea entretenernos, sino anestesiarnos. Nos hacen creer que el fin del mundo será un espectáculo con efectos especiales, cuando en realidad será un lento apagón del que apenas nos daremos cuenta.
TIL y LAT
TIL y LAT son dos términos o etiquetas que se han “inventado” para definir el nuevo tipo de parejas que tenemos en nuestra sociedad, los cuales son cada vez más habituales. TIL es el acrónimo de Together in Life («Juntos en la vida”). LAT es el acrónimo de Living Apart Together, «Vivir separados, pero juntos». Así que veamos en que consisten este “nuevo” tipo de parejas, es toda una curiosidad.
Los nuevos modelos de pareja: TIL y LAT
Durante gran parte del siglo XX, el amor se entendió bajo una fórmula casi única: pareja estable que convive, comparte techo, economía y rutina diaria. Sin embargo, el siglo XXI ha traído consigo nuevas formas de relacionarse que desafían este modelo tradicional. Entre ellas destacan dos modalidades que, aunque no son mayoritarias, cada vez ganan más visibilidad y aceptación: TIL y LAT.
El término TIL proviene del inglés Two In Love (dos enamorados). Describe una relación basada en la idea de que lo esencial es el vínculo emocional, no las estructuras externas que la rodean. En este modelo, lo importante es reconocerse como pareja por el amor que se comparte, sin necesidad de formalidades legales, familiares o incluso sociales.
Los TIL no persiguen necesariamente el matrimonio, la convivencia o la creación de un proyecto vital clásico. Su apuesta es por un amor que se define en el presente, flexible y libre de ataduras que se perciben como impuestas. En muchos casos, este modelo resulta atractivo para quienes han tenido experiencias previas donde la convivencia fue un factor de desgaste y desean rescatar la esencia del vínculo afectivo sin añadir presiones externas.
Por su parte, LAT responde al acrónimo Living Apart Together (vivir separados, pero juntos). En este caso, la pareja mantiene una relación estable y reconocida, pero opta por no compartir la misma vivienda. La razón no siempre es la distancia geográfica: muchos LAT viven en la misma ciudad, e incluso en el mismo barrio, pero deciden mantener residencias separadas. Los motivos son variados: preservar la independencia, evitar la rutina del día a día, mantener espacios propios o conciliar estilos de vida diferentes. Esta modalidad suele ser más común en personas que ya han convivido anteriormente, han tenido matrimonios o familias previas y prefieren un nuevo modelo más ligero en términos de obligaciones compartidas.
Ambos enfoques responden a una transformación profunda en la manera de entender la pareja. En un contexto donde la autonomía individual y la búsqueda de autenticidad ocupan un lugar central, cada vez son más las voces que defienden que el amor no debe medirse por la cohabitación, la firma de un contrato matrimonial o la fusión de todas las parcelas vitales. Así, TIL y LAT se presentan como alternativas viables para quienes buscan relaciones sanas sin renunciar a su independencia.
Los detractores de estos modelos suelen calificarlos de egoístas o poco comprometidos, bajo la idea de que el amor “verdadero” exige renuncia y sacrificio. No obstante, quienes los practican argumentan lo contrario: que, al respetar la libertad del otro y al no forzar dinámicas tradicionales, el vínculo se fortalece. Al no estar sujetos a la rutina ni a expectativas externas, el amor puede mantenerse fresco, sin la carga de lo que consideran obligaciones artificiales.
El auge de estas fórmulas no significa la desaparición del modelo clásico de convivencia, pero sí refleja la pluralidad de experiencias afectivas en la actualidad. La pareja, en definitiva, se reinventa en cada época, y TIL y LAT son expresiones contemporáneas de un mismo deseo humano que nunca cambia: compartir amor, aunque sea de formas distintas.
El negocio del bienestar
Cuando las cuestiones de salud y bienestar se vuelven un negocio, se convierten precisamente en algo que va en contra de la salud y del bienestar. Si te dejas llevar por los miles de vídeos y noticias que hay sobre salud y bienestar, éstos se convierten en toxicidad. Porque como siempre digo, hay que saber “ver”, hay que “escuchar” y no oír para darte cuenta que si algo es un negocio, no puede ser sano.
El negocio de la salud y el bienestar como elemento tóxico
En los últimos años, el sector de la salud y el bienestar ha experimentado un crecimiento exponencial. Lo que comenzó como un legítimo interés por mejorar la calidad de vida y prevenir enfermedades, ha derivado en una industria multimillonaria que, en muchos casos, alimenta más la inseguridad y la dependencia que el verdadero bienestar. Bajo un discurso aparentemente positivo, se esconde un modelo económico que convierte la salud en mercancía y al individuo en cliente perpetuo.
El problema surge cuando el mercado se apropia de la idea de “cuidarse”. Comer sano, hacer ejercicio y mantener un equilibrio emocional son prácticas recomendables y necesarias. Sin embargo, la industria del bienestar ha transformado estas recomendaciones en dogmas rígidos y productos obligatorios. No basta con comer frutas y verduras: ahora hay que consumir superalimentos importados a precios exorbitantes. No es suficiente salir a caminar: hay que pagar membresías de gimnasio, contratar entrenadores personales o sumarse a modas pasajeras como el crossfit, el yoga con cabras o las rutinas de influencers. Y tampoco vale con descansar: hay que adquirir suplementos para dormir mejor, pulseras que monitoricen las fases del sueño y aplicaciones que prometen controlar hasta los sueños lúcidos.
La toxicidad del negocio radica en la manipulación de un miedo universal: el temor a enfermar o a no estar en forma. Las empresas saben que la ansiedad por la apariencia física y la búsqueda de longevidad son resortes fáciles de activar. Así, generan una presión constante que convierte la salud en una meta inalcanzable. La persona entra en un círculo vicioso en el que siempre falta algo: un producto, un tratamiento, una rutina más “eficaz”. De este modo, el bienestar deja de ser un estado alcanzable para convertirse en una promesa siempre aplazada.
A ello se suma la mercantilización del dolor emocional. El auge del coaching de dudosa formación, los gurús espirituales y los programas de autoayuda han creado un mercado que ofrece respuestas simplistas a problemas complejos. Bajo la máscara de la positividad, muchas de estas corrientes culpan al individuo de su sufrimiento: si no logras éxito, si enfermas o si te deprimes, es porque no piensas lo suficiente en positivo o no has comprado el curso correcto. Esta narrativa, lejos de sanar, profundiza la culpa y la frustración.
El resultado es paradójico: una industria que se presenta como aliada del bienestar termina generando lo contrario. La obsesión por controlar cada aspecto de la vida —alimentación, rendimiento físico, productividad, estado de ánimo— produce ansiedad y dependencia. Se crea una tiranía de la salud perfecta, en la que cualquier desviación se percibe como fracaso personal.
Lo verdaderamente saludable, sin embargo, no se compra. Reposa en prácticas simples y accesibles: una alimentación equilibrada sin fanatismos, ejercicio moderado y adaptado a cada persona, descanso suficiente y relaciones humanas significativas. Pero estas verdades básicas no generan millones, y por eso quedan relegadas en un sistema que necesita vender novedad, exclusividad y promesas rápidas.
El negocio de la salud y el bienestar, en su faceta más tóxica, no busca curar ni prevenir, sino mantener al consumidor atrapado. Reconocer esta trampa es el primer paso para recuperar la autonomía sobre nuestro propio cuidado. Solo así la salud volverá a ser un derecho y un estilo de vida natural, en lugar de un producto más en la estantería del mercado.
Sobre tu Cadáver – Capítulo 6 – Audiolibro en Español – Voz real
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