
Nadie nos escucha. Y no me refiero a este Podcast, nadie nos escucha en ninguna parte. Hemos llegado a un avance tal de la hiperconexión que nuestras pantallas se saturan de información a cada hora, a cada minuto. Al principio de Internet todo era idílico, si lanzabas un mensaje sabías que era leído por las reacciones y contestaciones que tenías.
Han pasado 25 años desde aquellos albores para darnos cuenta que nos lee menos gente, nos escucha menos gente y no obtenemos apenas reacciones. Y eso nos aísla. Este mundo en el que tenemos la información a golpe de ratón, teclado o dedo sobre la pantalla, nos devuelve una sensación de soledad que cada vez es más aplastante. Casi prefiero aquellos tiempos en lo que esperabas una carta que nunca llegaba.
Contenidos:
NADIE NOS ESCUCHA | 06×52
Nadie nos escucha: gritando en un desierto lleno de gente
Dicen que vivimos en la era de la comunicación. Una mentira bonita. Nadie nos escucha. No vivimos en la era de la comunicación, sino en la del altavoz. Todos hablan, todos opinan, todos quieren ser escuchados… pero casi nadie nos escucha. Y no me refiero a “oír” —porque para eso basta con que un sonido llegue a tus tímpanos—, sino a esa rara y casi extinta habilidad de prestar atención a lo que otro quiere decirte sin pensar en cómo contestar antes de que termine.
En las redes sociales, la apariencia de escucha es perfecta. Te dan un corazón, un like, un retuit. El espejismo de la atención. Crees que alguien se ha interesado por lo que has dicho… pero en realidad han deslizado el dedo, han apretado un botón y han seguido su camino hacia el siguiente estímulo. No hubo comprensión. No hubo pausa. Solo un clic. Nadie nos escucha
Y tú, ingenuo, piensas que has sido escuchado pero nadie nos escucha.
El ruido que nos devora. Nadie nos escucha
Internet es una plaza abarrotada donde todos llevan un megáfono y nadie un oído. Nadie nos escucha. Los mensajes compiten por la atención como peces en un estanque que se está secando: cada uno salta más alto, más rápido, más brillante… y más absurdo. El ganador no es el más sabio, sino el más escandaloso. El que grita más fuerte o golpea con el titular más incendiario.
Mientras tanto, las ideas complejas, las historias profundas, las verdades incómodas… se hunden en el fango del olvido digital. Nadie nos escucha.
Y no es solo el ruido. Es el filtro. Algoritmos que deciden qué merece nuestra atención, pero que, en realidad, nos encierran en burbujas de espejos donde solo vemos reflejado lo que ya pensamos. Así, incluso cuando “escuchamos”, solo escuchamos una versión distorsionada de nosotros mismos. Nadie nos escucha.
La soledad más concurrida de la historia
Nunca hemos estado tan rodeados de gente. Y nunca hemos estado tan solos. Nadie nos escucha. Esa es la paradoja de la hiperconexión: millones de voces a nuestro alcance, pero casi ninguna dispuesta a detenerse y entendernos. Una soledad ruidosa, donde la compañía es virtual y la escucha es simulada.
Publicamos más, comentamos más, producimos más ruido. Como si aumentar el volumen fuera la clave. Como si a fuerza de insistir, alguien —quien sea— se detuviera a escucharnos de verdad. Pero la atención real no se compra con decibelios, sino con algo mucho más raro: silencio y tiempo. Nadie nos escucha.
Recuperar el arte de escuchar
Escuchar es casi un acto subversivo en esta época. Significa leer hasta el final, no interrumpir, no reducir una historia a un titular fácil. Significa dejar que la voz del otro te invada, aunque sea incómoda, aunque no coincida con lo que piensas.
Y eso, amigo, es peligroso… porque escuchar de verdad te obliga a cambiar, o al menos a cuestionarte.
Tal vez la salida no sea gritar más fuerte, sino callar más. Esperar. Dejar espacio. En un mundo donde todos quieren hablar, el que escucha se convierte en algo tan raro como valioso. Y tal vez, solo tal vez, si empezamos a escuchar, otros nos devuelvan el favor.
Porque en este desierto lleno de voces, el verdadero oasis no es que nos oigan… es que nos entiendan. Nadie nos escucha.
Temas extraídos del programa de esta semana:
Maldad o estupidez
En muchos episodios de nuestra vida nos hemos encontrado con personas que nos han hecho daño. ¿Fue ese daño fruto de una maldad o fruto de la estupidez? A veces, como dice el refrán, la ignorancia es muy atrevida. Y cuando de la ignorancia surge una idea, igual podemos estar acertados, aunque la mayoría de las veces resulta que estamos equivocados.
Entre la maldad y la estupidez: las acciones que marcan la diferencia… o no
En la vida cotidiana, muchas de las decisiones y comportamientos que observamos a nuestro alrededor parecen inexplicables. A veces, el resultado de una acción es tan perjudicial, injusto o absurdo que nos preguntamos: ¿lo hizo por pura maldad… o por simple estupidez? Esta pregunta, que ha intrigado a filósofos, sociólogos y escritores, no es un mero ejercicio intelectual; entender la motivación detrás de los actos humanos puede ayudarnos a prevenir consecuencias desastrosas, tanto a nivel individual como social.
La maldad: el daño como objetivo
La maldad implica intención consciente de causar daño, sufrimiento o perjuicio. Es planificada, deliberada y, en muchos casos, calculada. Quien actúa con maldad no se engaña: sabe lo que hace, conoce las consecuencias y, aun así, sigue adelante porque persigue un beneficio personal, una venganza o la simple satisfacción de ver sufrir al otro.
La historia está llena de ejemplos: tiranos que exterminaron pueblos enteros, fraudes cuidadosamente orquestados para arruinar a inocentes, campañas de difamación para destruir reputaciones. En todos estos casos, el elemento común es la voluntad clara de dañar. La maldad se alimenta del egoísmo, el resentimiento o la ambición desmedida, y suele dejar huellas profundas y duraderas.
La estupidez: el daño como efecto colateral
Por el contrario, la estupidez no busca directamente el mal; lo provoca como consecuencia de la ignorancia, la imprudencia o la falta de pensamiento crítico. Un conductor que revisa su teléfono en plena autopista, un funcionario que aprueba un proyecto sin leer sus implicaciones, un rumor compartido sin verificar… En todos estos casos, el daño surge no por un deseo explícito de perjudicar, sino por la incapacidad de anticipar o entender las consecuencias.
La estupidez tiene una característica inquietante: puede causar tanto daño como la maldad, pero sin la misma intencionalidad. Esto la hace difícil de combatir, porque no se basa en una motivación que pueda ser disuadida, sino en una carencia de reflexión o conocimiento.
La confusión y sus peligros
A menudo confundimos la maldad con la estupidez. Podemos creer que alguien actúa con malicia cuando, en realidad, es simplemente incapaz de prever los resultados de sus actos. O, peor aún, subestimamos a personas realmente malintencionadas, atribuyendo sus acciones a un “error” inocente. Esta confusión es peligrosa: mientras que la estupidez puede corregirse con educación, la maldad requiere confrontación y límites claros.
El físico Carlo M. Cipolla, en sus famosas “Leyes fundamentales de la estupidez humana”, señalaba que la combinación más letal es la del individuo estúpido que, además, posee poder. Si a eso sumamos la maldad, el resultado es devastador.
Entre la intención y la negligencia
El reto para cualquier sociedad está en identificar correctamente la raíz de cada acción dañina. No se combate igual la maldad que la estupidez: a la primera se le opone justicia y control; a la segunda, conocimiento y formación. La clave está en no minimizar ninguna de las dos, porque ambas, desde su trinchera, pueden erosionar comunidades, destruir relaciones y frenar el progreso.
En definitiva, distinguir entre maldad y estupidez no es solo una cuestión de análisis moral; es un ejercicio de supervivencia colectiva. Porque, como advertía Einstein, “hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana… y no estoy seguro de lo primero”.
Noticias de verano
Las noticias de verano tienen un sentido un tanto particular. En época donde la mayoría de la gente está de vacaciones de estío pocos hechos de interés se producen, salvo el caso de los numerosos incendios que se han producido en España como consecuencia de políticas que van en contra de la prevención y protección, tales como prohibir limpiar cauces, desbrozar pastos (que no se consigue de forma natural por los impedimentos que sufren los ganaderos para tener ganado que limpiaba naturalmente los pastos), mantenimiento de los cortafuegos, etc. Salvo estas noticias, existen otras de relleno que tienen poca transcendencia que se olvidarán en pocas horas, quizá en un día, son las llamadas “serpientes de verano”.
Las serpientes de verano: cuando la nada se convierte en noticia
Llega el verano. El calor derrite las aceras, las corbatas desaparecen, los políticos se evaporan hacia sus residencias veraniegas… y, mágicamente, también desaparecen las noticias “serias”. ¿La solución de los medios? Sacar del armario a las llamadas “serpientes de verano”: esas historias que parecen importantes durante cinco minutos, pero que, vistas con un mínimo de distancia, son puro relleno informativo con sabor a chicle masticado.
La fábrica del vacío
Durante julio y agosto, la agenda informativa se queda en cuadro. No hay debates parlamentarios, no hay grandes juicios, no hay cumbres internacionales. El periodismo serio entra en siesta y, para que el telediario dure sus minutos reglamentarios, hay que improvisar. ¿Y qué mejor que una buena dosis de “noticia curiosa” que no moleste a nadie?
Un tiburón a cien metros de la orilla, un vecino que cultiva sandías gigantes, la foto borrosa de un supuesto “monstruo” en un pantano… Todo vale. Y si no hay nada nuevo, se rescata una historia del archivo, se le cambia la fecha y listo: ya tenemos tema para abrir la edición de verano.
El truco del “mira aquí”
Lo divertido —o inquietante— de las serpientes de verano es que, en ocasiones, funcionan como un truco de prestidigitador: mientras tú te concentras en el “tiburón asesino” de la Costa Brava, nadie habla de la subida de la luz, de un informe incómodo o de esa ley aprobada discretamente en pleno agosto. El relleno informativo no solo entretiene: también tapa.
Clásicos del género
Los ingredientes son siempre los mismos:
• Fauna alarmante: medusas gigantes, culebras que se cuelan en piscinas, gaviotas “agresivas”.
• Récords absurdos: el helado más grande del mundo, la paella de 300 metros.
• Fenómenos “misteriosos”: luces en el cielo, restos arqueológicos que “podrían cambiar la historia” pero nunca lo hacen.
Todo ello envuelto en titulares inflados para que parezca que el mundo está al borde de un descubrimiento épico… hasta que llega septiembre y nos olvidamos.
El público cómplice
Y aquí viene lo más irónico: nos quejamos de que nos toman por ingenuos, pero consumimos estas noticias como refrescos azucarados. En vacaciones no queremos pensar en inflación, geopolítica o corrupción; queremos distracción ligera, incluso absurda. En ese sentido, las serpientes de verano son la pizza fría del periodismo: sabemos que no es lo más nutritivo, pero nos entra igual.
El regreso a la realidad
El problema llega cuando el hábito se extiende y empezamos a aceptar que la actualidad es eso: titulares simpáticos, debates triviales y un flujo constante de anécdotas. Así, cuando en septiembre regresan las noticias serias, cuesta digerirlas. Después de dos meses de “playa informativa”, cualquier dosis de realidad sienta como un golpe de calor.
En resumen, las serpientes de verano no van a desaparecer. Siguen ahí, enroscadas en la parrilla mediática, listas para salir cada vez que el vacío informativo aprieta. El reto no es que dejen de existir, sino que no nos acostumbremos a vivir todo el año con su veneno adormecedor.
A vueltas con Matrix
Esta vez haré un análisis de la trilogía de Matrix. Creo que todo el mundo ha visto la primera, no estoy tan seguro de que se vieran la segunda y la tercera, y quienes las vieron, probablemente se llevaron una gran decepción, las causas, evidentemente en el audio, así no te cansas de leer.
Matrix: de la genialidad a la sobreexplicación
En 1999, Matrix irrumpió como un rayo en la cultura popular. No solo fue una revolución estética y técnica, sino también un golpe de frescura narrativa en un Hollywood que parecía adormecido en fórmulas repetidas. Su mezcla de ciencia ficción distópica, filosofía y acción coreografiada con precisión milimétrica convirtió la primera película en un fenómeno inmediato.
El planteamiento era tan potente como sugerente: un joven programador, Neo, descubre que la realidad que habita es una simulación creada por máquinas para mantener a la humanidad esclavizada. Con influencias que iban desde Ghost in the Shell hasta Platón, la cinta no solo ofrecía escenas icónicas —la pastilla roja, la bala detenida en el aire—, sino que dejaba abiertas las preguntas más jugosas: ¿qué es la realidad?, ¿qué significa ser libre?, ¿y si todo lo que ves es una mentira cuidadosamente diseñada?
Ese misterio, esa ambigüedad, fue parte de la magia. Matrix terminaba con un Neo consciente de su papel en la historia, pero sin darnos todos los detalles. Era un final que dejaba espacio para la interpretación, el debate y la imaginación del espectador.
El regreso… y la saturación
En 2003, llegaron Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, y con ellas, un cambio de tono. Las secuelas no se limitaron a continuar la historia: intentaron explicar cada rincón del universo de Matrix. Se nos mostraron profecías, programas exiliados, arquitectos omniscientes, oráculos con frases crípticas y ciudades humanas subterráneas. Todo lo que en la primera película era sugerencia, metáfora o misterio, fue convertido en exposición directa.
El resultado: un mundo rico en detalles, sí, pero con el precio de perder gran parte del halo de misterio que había cautivado a los fans. El espectador ya no podía rellenar huecos con su imaginación, porque la narrativa lo llenaba todo con explicaciones, algunas más enrevesadas que satisfactorias. Lo que en la primera entrega funcionaba como un poema en clave, en las secuelas se transformó en un manual de instrucciones… demasiado técnico.
El dilema de explicar el misterio
Hay sagas que entienden que el atractivo de un mundo ficticio reside en lo que no se cuenta. Las dos secuelas de Matrix, sin embargo, parecen temer que el público no entienda nada si no se le dibuja todo con trazos gruesos. La filosofía, que en la primera cinta fluía con naturalidad, se volvió densa, más discursiva que orgánica. La acción, aunque espectacular, se intercalaba con diálogos cargados de jerga pseudo-tecnológica y alegorías menos sutiles.
Esto no significa que fueran películas carentes de méritos: las secuencias de persecución, las coreografías de lucha y algunos conceptos visuales son memorables. Pero el cambio de enfoque —de la sugerencia a la sobreexplicación— hizo que parte de la audiencia sintiera que, en lugar de sumergirse en un mito moderno, estaba asistiendo a una clase magistral no solicitada sobre el funcionamiento interno de un software imaginario.
Epílogo: el mito frente al manual
La trilogía de Matrix sigue siendo una pieza clave del cine de finales del siglo XX y principios del XXI. La primera entrega es, para muchos, una obra maestra autosuficiente, que podría haber quedado como un clásico independiente. Las secuelas, aunque ambiciosas, cambiaron el enigma por el esquema, la pregunta abierta por la respuesta exhaustiva.
Quizá ahí radique la lección: a veces, explicar demasiado no ilumina… sino que apaga la chispa.
Sobre tu Cadáver – Capítulo 4 – Audiolibro en Español – Voz real
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