
El episodio explora el Cementerio de Todos los Santos en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, un lugar cargado de historia y leyendas. Fundado en 1842, el cementerio es un crisol de culturas y tradiciones, donde las almas de conquistadores, indígenas y mestizos coexisten. La narración se centra en las tradiciones de Todos Santos, la delgadez del velo entre los vivos y los muertos en noviembre, y el relato de Don Alcibíades, el panteonero que ha presenciado fenómenos inexplicables durante 25 años.
Don Alcibíades Mendoza, panteonero del Cementerio de Todos los Santos, comparte sus experiencias con fenómenos paranormales en el cementerio, incluyendo una figura encapuchada que preparaba una fosa en 2017. Otros testimonios en el Cementerio de Todos los Santos incluyen a una niña fantasma, un minero errante y una procesión silenciosa. Mientras los escépticos atribuyen estos avistamientos a fenómenos naturales, los creyentes ven en ellos mensajes de los espíritus.
Contenidos:
CEMENTERIO DE TODOS LOS SANTOS | 07×11
Sombras en el Cementerio de Todos los Santos
Cada primero de noviembre, cuando el calendario señala el día de Todos los Santos, los cementerios se llenan de flores y pasos contenidos, y en el Cementerio de Todos los Santos no hay excepción. Hay una cadencia especial en el aire, un rumor de hojas que caen sobre las lápidas como si fueran mensajes del otoño, y un silencio distinto, más denso, más expectante. Es el único día del año en que los vivos visitan a los muertos sin miedo, convencidos de que su presencia honra y no perturba. Sin embargo, bajo esa apariencia de devoción y rutina, hay sombras en el Cementerio de Todos los Santos que parecen despertar.
El Cementerio de Todos los Santos, ese espacio donde el tiempo se detiene, no solo guarda cuerpos: conserva secretos. Cada nombre grabado en piedra es una historia incompleta, una vida interrumpida o una verdad que se quiso enterrar junto al cadáver. En algunos pueblos, los ancianos aún cuentan que, durante la noche de Todos los Santos, las almas vagan entre las tumbas buscando reconocimiento, una vela encendida, o simplemente un recuerdo que las salve del olvido. No piden justicia ni venganza, sino memoria. Y la memoria, en los vivos, es un acto de redención.
Las sombras del Cementerio de Todos los Santos no siempre pertenecen a los muertos. A veces son las de los vivos que llegan tarde, los que no pudieron llorar a tiempo, los que cargan culpas antiguas y las depositan, sin palabras, sobre la piedra fría. Esas sombras caminan despacio, se detienen ante un nombre que duele y, por un instante, se confunden con las otras, las que no deberían tener cuerpo. De lejos, nadie podría distinguirlas.
Los cementerios, especialmente en fechas como esta y en el Cementerio de Todos los Santos, son espejos del alma colectiva. Reflejan lo que tememos: la fugacidad, la pérdida, la irrelevancia final. Pero también revelan una verdad incómoda: los muertos no son los que descansan bajo tierra, sino los recuerdos que dejamos morir. Cada tumba olvidada es una segunda muerte, más definitiva que la primera. Y en la noche de Todos los Santos, cuando las luces titilan y el viento silba entre los cipreses, pareciera que esas muertes exigen ser revividas, aunque sea con una mirada.
En algunos lugares, como en el Cementerio de Todos los Santos, la tradición dicta que no se debe abandonar el camposanto hasta que se apaguen todas las velas. Dicen que, si una llama queda encendida, puede guiar a los espíritus fuera del cementerio. Tal vez por eso muchos se apresuran a marcharse antes de que caiga la oscuridad, dejando las sombras atrás. Pero hay quienes se quedan, observando, escuchando, sintiendo cómo el frío se vuelve más humano a medida que la noche avanza.
El día de Todos los Santos es una tregua entre mundos. Los muertos reciben ofrendas, los vivos se enfrentan a su destino, y el Cementerio de Todos los Santos se convierte en un lugar de tránsito, donde las sombras se mezclan sin distinción. Algunos aseguran haber oído pasos, susurros, nombres pronunciados por nadie. Otros, más escépticos, culpan al viento. Pero incluso ellos, al salir, miran de reojo, por si acaso.
Porque en el fondo, todos sabemos que en el Cementerio de Todos los Santos no solo descansan los muertos. También reposan las partes de nosotros que no supimos dejar ir.
Temas extraídos del episodio de esta semana:
El caso del cuerpo sin identidad
Un cuerpo sin identificar, encontrado junto al mar con un papel en el bolsillo, plantea la pregunta de qué significa existir sin nombre. El caso, archivado sin resolver, refleja la angustia existencial de ser olvidado y la importancia de la memoria colectiva. La historia de este hombre sin nombre, aunque sin respuesta, revive cada vez que se cuenta, sugiriendo que la verdadera identidad reside en la memoria de quienes nos recuerdan.
Cuerpos sin identidad
Hay cuerpos que viven toda una vida sin dejar huella, y otros que, aun después de muertos, se convierten en enigmas imposibles de resolver. Los llaman “cuerpos sin identidad”, pero esa definición es una mentira piadosa: no son cuerpos sin historia, sino sin nombre. Sus huellas digitales, sus dientes, su ADN… todo lo que debería servir para saber quiénes fueron parece desvanecerse con el tiempo o con el descuido. En realidad, lo que se pierde no es la identidad, sino el interés de los vivos en encontrarla.
Cada año, en los depósitos de cadáveres del mundo, miles de cuerpos esperan. Son cifras que se repiten en informes forenses, pero detrás de cada una hay un drama que nadie escucha. Algunos murieron solos, lejos de casa. Otros fueron víctimas de la violencia, del mar, de la frontera, o del azar. Su único delito fue desaparecer sin dejar testigos, sin una familia que reclame, sin una historia que alguien quiera contar. Así, el anonimato se convierte en una segunda muerte: la del recuerdo.
En España, como en tantos otros países, existen cementerios con secciones enteras destinadas a los “desconocidos”. Cruces sin nombre, números grabados en piedra, fechas aproximadas. Allí reposan los que no fueron nadie, los que no interesaron a nadie, los que nadie lloró porque nadie supo de su final. Esas tumbas son un espejo que nos devuelve una verdad incómoda: nuestra identidad, esa construcción que creemos eterna, depende de que alguien la conserve en su memoria.
Los avances científicos prometen poner fin a ese anonimato. El ADN, los bancos de datos, la inteligencia artificial aplicada a la antropología forense. Pero incluso la ciencia tiene límites cuando se enfrenta a la indiferencia. Porque identificar un cuerpo no es solo una cuestión técnica; es también un acto de humanidad. Es decir: “esta persona existió”. Darle un nombre a un cuerpo desconocido es devolverle su lugar en el mundo, cerrar el círculo que une vida y muerte.
Sin embargo, hay cuerpos que tal vez nunca deban ser identificados. Cuerpos que pertenecieron a historias demasiado oscuras, a secretos que nadie quiere reabrir. El poder también entierra en el anonimato. Dictaduras, guerras, desapariciones: todos los regímenes que temen la verdad fabrican sus propios cuerpos sin identidad, convencidos de que el olvido es más eficaz que la justicia. Pero el olvido, tarde o temprano, se agrieta. Y cuando eso ocurre, los muertos hablan.
Quizá por eso nos perturban tanto los cuerpos sin nombre. No son solo un misterio forense, sino un recordatorio moral. Representan todo lo que la sociedad prefiere no mirar: los excluidos, los invisibles, los que cayeron fuera del mapa de lo aceptable. Son, en cierto modo, los verdaderos fantasmas de nuestro tiempo.
Porque un cuerpo sin identidad no es solo una pregunta sin respuesta. Es una herida abierta en la conciencia colectiva. Mientras haya alguien que no pueda ser nombrado, seguiremos viviendo en un mundo que no ha aprendido a reconocer a los suyos, ni siquiera cuando ya están muertos.
Memento Mori
“Memento mori” recuerda la mortalidad humana, impulsando a vivir plenamente. La ciencia busca la inmortalidad, pero algunos explotan este deseo para lucro, prometiendo vida eterna sin fundamentos. Mientras tanto, la sociedad envejece y la calidad de vida se convierte en un privilegio, exacerbando la brecha social.
Memento Mori: El arte de recordar la muerte para aprender a vivir
“Memento mori”. Recuerda que vas a morir. Tres palabras que en la Roma clásica resonaban como una advertencia, pero también como una brújula moral. Se dice que cuando un general regresaba victorioso de la batalla y desfilaba entre vítores, un esclavo caminaba tras él susurrándole al oído esa frase. No era una maldición, sino un recordatorio: todo poder, toda gloria, toda vida, termina. Y precisamente por eso, cada instante tiene valor.
En la actualidad, el término “memento mori” sobrevive como un vestigio de aquella sabiduría estoica. Pero nuestra sociedad, obsesionada con la juventud, el éxito y la inmediatez, ha hecho de la muerte un tabú. No queremos pensar en ella, la escondemos detrás de eufemismos, hospitales, cifras o pantallas. Morir es “irse”, “descansar”, “desaparecer”. Hemos conseguido borrar la palabra, pero no el hecho. La muerte sigue siendo la única certeza que compartimos todos los seres humanos.
Paradójicamente, al negar la muerte, negamos también la vida. Porque la conciencia de finitud es lo que otorga sentido a lo que hacemos. El “memento mori” no invita al fatalismo, sino a la intensidad. Recordar que un día no despertaremos debería impulsarnos a despertar hoy. No a vivir de manera temeraria, sino a hacerlo con presencia, con intención, sin aplazar lo que importa. Los filósofos estoicos como Séneca o Marco Aurelio no veían en la muerte una enemiga, sino una maestra. Marco Aurelio escribió: “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho”. La reflexión sobre la muerte no los conducía a la angustia, sino a la libertad: la de quien ya no teme perder lo inevitable.
Durante la Edad Media, los artistas incorporaron el “memento mori” en cuadros, relojes, tumbas y esculturas: calaveras talladas junto a flores, relojes de arena, cuerpos en descomposición. No eran símbolos macabros, sino pedagógicos. Recordaban al observador que la belleza y la carne son transitorias, y que la virtud, la sabiduría y la trascendencia son lo único que perdura. Frente a la vanidad del mundo, el cráneo desnudo. Frente a la prisa, el silencio de lo eterno.
En nuestros días, un “memento mori” podría adoptar otras formas: una fotografía vieja, una arruga en el espejo, el sonido de un reloj, una despedida inesperada. Todo lo que nos recuerda que el tiempo es finito actúa como un espejo moral. Tal vez por eso muchos temen mirar en él. Pero quien se atreve, comprende que recordar la muerte no es una invitación a la tristeza, sino a la autenticidad.
Aceptar que moriremos algún día nos libera de la ilusión de control y de la esclavitud del ego. Nos enseña a decir “no” a lo trivial y “sí” a lo esencial. El “memento mori” no es, en el fondo, un recordatorio de la muerte, sino un recordatorio de la vida. Porque solo quien ha mirado a la muerte a los ojos puede comprender la magnitud del milagro de seguir respirando.
Reseña de “Frankenstein” de Guillermo del Toro
La película “Frankenstein” de Guillermo del Toro, aunque toma libertades con la novela de Mary Shelley, logra capturar su esencia. Del Toro combina elementos de diversas adaptaciones previas, creando una obra única y profundamente humana. La película explora temas de paternidad, identidad y la búsqueda de la belleza en lo monstruoso, demostrando que las imágenes tienen alma cuando son creadas con pasión.
Reseña de Frankenstein (2025) — Guillermo del Toro
En esta nueva versión de la clásica historia de Frankenstein; or, The Modern Prometheus de Mary Shelley, Guillermo del Toro da rienda suelta a su pasión por lo gótico, lo fantástico y lo humano, para ofrecernos un filme que pretende ser tanto homenaje como reinterpretación.
Trama y enfoque
La película sigue la premisa fundamental de Shelley: un científico, Victor Frankenstein (interpretado por Oscar Isaac) desafía los límites de la vida y la muerte al crear un ser a partir de cadáveres. Pero del Toro no se queda en la pionera de la ciencia-horror, sino que añade capas biográficas, simbólicas y emocionales: la relación con el padre autoritario, la culpa, la guerra y la ambición científica se entrelazan.
Por su parte, la criatura (Jacob Elordi) adquiere una naturaleza más humana —o, al menos, más consciente— que en muchas adaptaciones previas: del Toro le otorga voz, mirada, evolución moral y una posibilidad de redención que no está tan presente en el texto original.
Estética y logros visuales
Una de las virtudes más notables de la película es su estética: del Toro despliega su gusto por la arquitectura gótica, el barroquismo, la monstruosidad elegante y los detalles simbólicos. Según la crítica, “todo parece haber sido tocado por manos humanas” en el film, desde los decorados hasta los trajes y la iluminación.
Asimismo, la obra recoge referencias directas a escenas del libro, tanto visuales como temáticas —por ejemplo, el cambio de mirada hacia la criatura, el encierro, el laberinto moral del creador—, pero también introduce nuevos elementos para hacer el relato resonar en la época contemporánea.
Diferencias con la novela y matices
Como es lógico en una obra tan controlada por un autor-cineasta como Guillermo del Toro, hay diferencias significativas respecto al texto de Shelley:
• El papel de ciertos personajes se modifica, por ejemplo el de Elizabeth.
• La criatura tiene un arco más empático y menos destructivo: en la novela actúa con mayor violencia y resentimiento desde antes. En la película se suaviza esa evolución para incluir redención o al menos esperanza.
• La ambientación y contexto introducen elementos de crítica a la ciencia, la guerra y el poder industrial, que son más explícitos que en la novela.
Estas decisiones devuelven la historia al mito-humano y hacen que del Toro utilice Frankenstein para hablar, también, de nuestra contemporaneidad: la creación y la responsabilidad, la tecnología que escapa al control, la paternidad y el abandono, la culpa y la reparación.
Valoración crítica y conclusión
La recepción ha sido mayoritariamente positiva: la película goza de un buen índice de aprobación entre críticos y público.
No obstante, no está exenta de críticas: algunos señalan que su extensión (149 minutos) la hace algo excesiva, que el ritmo decae en algún tramo, o que pese al esplendor visual, la profundidad temática a veces se siente sacrificada a favor de la espectacularidad.
En definitiva, esta versión de Frankenstein no busca ser una réplica exacta de la novela de Shelley, sino una obra personal, ambiciosa, envolvente, que pone su mirada en lo monstruoso para mostrarnos lo humano. Para quien quiera explorar la mitología de Frankenstein con una nueva luz —una luz barroca, trágica y esperanzadora a partes iguales—, esta es una gran propuesta. Para el purista que espere una adaptación fiel al detalle del texto original quizá habrá que ajustar expectativas.
Sobre tu Cadáver – Capítulo 15 – Audiolibro en Español – Voz real
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